Aristóteles, con su gran capacidad para analizar los fenómenos remontándose después hasta sus causas, llegó en el caso de los sueños a una interpretación bastante certera y que podríamos considerar actual.
En uno de sus Tratados breves de historia natural, titulado “Sobre la generación y corrupción”, es donde habla de los sueños. En síntesis, su pensamiento es el siguiente: las sensaciones que percibimos no sólo duran el tiempo que impresionan nuestros sentidos, sino que perduran —a veces, toda la vida.
Las imágenes y escenas de los sueños no corresponden a estímulos actuales de los sentidos, sino a cosas que están en nuestra memoria. Sucede algo parecido a las ilusiones que padecemos cuando estamos despiertos. Esas huellas sensoriales, o recuerdos, se perciben mucho mejor mientras dormimos, ya que entonces no son rechazadas por las sensaciones más fuertes que experimentamos durante la vigilia.
Entre los sueños de esta época de esplendor de Grecia, unos presentan un mensaje que requiere interpretación y, en otros, su contenido y significado es patente, como en el caso del conocido sueño de Eudemo referido por Aristóteles:
Un sueño que requería interpretación era éste de Alejandro Magno:
Ya en los comienzos de nuestra era, Artemidoro escribió uno de los primeros libros sobre los sueños: Oneiro critica. En éste, traducido a diversas lenguas, da a conocer toda una simbología onírica para que cada uno pueda interpretar sus propios sueños.
Se adelantó así en casi 2000 años a Freud. Por lo demás, su simbología es tan subjetiva como la freudiana, pero a pesar de ello este tipo de obras se han ido sucediendo a lo largo de los siglos y siempre con éxito. Uno de los motivos de este éxito radica en la comodidad que presenta un diccionario en el que a cada objeto, persona o situación se le da un significado.
Posiblemente pocos consultan seriamente estos libros, pero han sido y son numerosos los que los hojean por curiosidad, como sucede con aquellos que leen el horóscopo en las revistas.
Una consideración muy diferente merecen los sueños descritos en las Sagradas Escrituras, al menos para los cristianos y judíos creyentes.
Los hebreos no daban a todos los sueños el carácter de algo divino, sino sólo aquéllos en los que había locución de Dios, indicios de lo que quería comunicar.
En diversos pasajes de los Libros Sagrados se puede ver que los sueños se consideraban como algo que no tenía significado y, por ello, no había que tenerlos en cuenta. Algunos ejemplos de lo que acabo de decir los encontramos en el Antiguo Testamento. Job, hablando de la alegría del malvado, decía: “Vuela como un ensueño, no se la vuelve a encontrar y desaparece como un ensueño nocturno” (Job, 20,8). En los Salmos se lee (refiriéndose a la dicha de los malvados):
“Como un sueño que al despertar se desvanece, no se recuerda al levantarse su imagen borrosa” (Salm. 73,20). En Isaías (29,8) se lee: “Sucederá como cuando el hambriento sueña que come, pero al despertar su boca está vacía, o como el sediento que sueña que bebe, pero al despertar se da cuenta que su garganta está reseca.”
Es, sin embargo, en el Libro de Sirach (34, 1-7) donde de una manera patente se manifiesta la irrealidad de los sueños: “Esperanzas vacías y engañosas las del hombre irreflexivo, los sueños dan a los necios alas. Es como quien coge una sombra y persigue el viento aquel que en los sueños confía.
Adivinaciones, augurios y sueños son cosas vacías y como lo que imagina una mujer encinta, a no ser que sean enviados del Altísimo.” Aquí se marca la diferencia entre los sueños habituales que no tienen que ver con la realidad y los sueños que, en contadas ocasiones, representan un mensaje de Dios.
Entre estos últimos, algunos del Antiguo Testamento son muy conocidos, como los de Abraham, cuando Dios le pide que abandone su patria y se dirija a una tierra que ya le mostrará, o cuando el Señor le comunica que su descendencia será peregrina en tierra ajena (Gen. 20,3-7). También es relevante el sueño de la escala de Jacob, cuando éste regresaba con los suyos de la casa de su suegro Labán (Gen. 28,12-15).
Pero, sin duda, los más conocidos son los de José, el penúltimo de los hijos de Jacob, y en especial el que ya he mencionado antes: el de las vacas y espigas. El faraón refería así este sueño:
Estaba junto al Nilo. Del río salieron siete vacas de hermoso aspecto, que se pusieron a pacer en la orilla. Tras ellas salieron otras siete de mal aspecto y flacas, que se juntaron a las primeras.
Las flacas devoraron a las gordas y me desperté. Me volví a dormir y soñé de nuevo: siete espigas salieron de un tallo, gruesas y bellas. Después, brotaron otras siete raquíticas y como consumidas por el viento del Este. Las espigas raquíticas devoraron a las bien granadas. Me desperté y reconocí el sueño.
Ninguno de los sacerdotes y adivinos pudo interpretar el significado de ambos sueños. Entonces, el copero del faraón se acordó de José, de cómo había interpretado certeramente su sueño (que sería repuesto en su cargo, mientras que el panadero sería colgado), y se lo comunicó al faraón. José, llevado a presencia del faraón, dejó constancia de que no era él quien descifraría los sueños sino Dios.